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Cultura | 14/05/2019
14 de mayo - Día del futbolista
Rossini, un cuento de fútbol firmatense
Ilustración de Ariel Bertolotti

Desde chico, Rossini tuvo afición por los deportes. Practicaba tenis, básquet, natación. Disfrutaba de todos, pero su pasión era el fútbol. Cuando lo conocí, teníamos ocho años. Nuestra amistad no duró mucho. Sin embargo, hay una tarde que nunca olvidé.

Tras un partido en el parquecito 12 de Octubre, volvimos caminando a nuestro barrio. Él venía afligido. Tenía más de una razón: habíamos perdido 9 a 2 contra el otro tercero, los del “A”. Nos habían bailado. Mirá que Rossini la rompió: metió dos goles, defendió, atajó. Pero no hubo caso, el resto éramos unos paquetes.

Como lo noté muy triste, preferí no decirle nada. Él no soportó el silencio y bufando dijo:

¡¡¡Para colmo son todos cueveros!!!

¿Qué? —le pregunté.

Los del A, son todos cueveros.

Yo hacía dos meses que estaba en Firmat y no entendí. Aunque preferí no preguntar.

Tiempo después supe que “cueveros” era el apodo de los hinchas del club Argentino. Esa tarde, mientras tomábamos agua en la vereda de casa, me confesó que era fanático de Firmat Football Club y que no se sacaba la remera del Rojo ni para dormir.

Mi vieja no entiende mi amor por la camiseta y a veces se enoja. “¡Sacate esa remera que no da más de la mugre!”, me dice. Decí que papá es como yo y la frena: “Dejalo al nene, no ves que salió al padre”. Por eso cuando pierdo con los de Argentino siento que le fallo a mi viejo.

Tras unos minutos de silencio, nos pusimos a jugar a la payana y del fútbol nos olvidamos. O al menos eso creí yo. Pero no fue tan así. Cuando llegó la noche, mamá me llamó a cenar. Antes de irse me dijo:

Lo que te conté hoy es un secreto de amigos.

Seguro —respondí. Y, para que me creyera, se lo juré por mi perro Ricardo.

A fines de ese año, nos mudamos con mi familia a otro barrio. Como la escuela me quedaba muy lejos, me cambiaron a una más cercana. No volví a ver a Rossini.

En Firmat estuvimos apenas tres años. Después el Banco trasladó a mi viejo a Casilda. Ahí viví hasta concluir la secundaria.

Cuando terminé quinto año me fui a Rosario y siguiendo mi vocación estudié abogacía. Al año siguiente de recibirme, entré como profesor adjunto en la cátedra de Introducción al Derecho.

En 1997, por esas cosas del destino, llegó a mi clase Mario Pafumi, hijo de Juan Pafumi. Juan fue compañero de Rossini y mío en aquel tercer grado. Marito me contó esta historia.

Rossini debutó en Primera a los 17 y en poco tiempo se convirtió en uno de los pilares del equipo rojo. Casi todos los martes su foto aparecía en el periódico El Correo de Firmat.

Una tarde, en un partido frente a Los Andes de Alcorta, un accidente cambió las cosas. Durante 85 minutos, Rossini había sido la sombra de Pichino Salvatori. El crack del equipo rival no lo había podido pasar ni una vez. Faltando cinco minutos para que terminara el partido, la figura de

Alcorta entró al área y remató al arco. La patada también impactó en la rodilla de Rossini, que intentó evitar el disparo con la pierna derecha.

Jamás se repuso del golpe y tuvo que abandonar el fútbol. Ante la imposibilidad de jugar, comenzó a incursionar en el periodismo deportivo. Al principio no fue fácil: los cueveros lo llamaban a la radio para cargarlo, le desinflaban la moto. Lo volvían loco.

Con el tiempo la cosa se calmó. Rossini demostró que además de buen jugador, tenía pasta de periodista. Después de estar un año en Radio Firmat, se ganó el respeto de los oyentes.

Para sostener su profesionalismo e impedir que los sentimientos lo traicionaran, no participaba en la transmisión de los clásicos.

Después de muchos años de campañas flojas, Firmat llegó a la última fecha de la Liga Deportiva del Sur como único puntero. Un empate le bastaba para ser campeón. Solo existía un problema: él último partido era con Argentino, al cual hacía varios torneos que no podía robarle ni un empate.

El domingo previo al partido, en total secreto, un grupo de hinchas, entre los que habría estado Rossini, viajó a Rosario a ver al Padre Ignacio para que bendiga las camisetas del plantel.

Dos días antes del clásico de la ciudad, 48 horas previas a la definición del campeonato, Santiago —el otro relator de la radio— se quedó afónico. Desesperado, el dueño de la emisora llamó a Rossini:

Che, vas a tener que relatar el clásico. Santiago se quedó mudo.

¡¡¡No, yo no!!! —le respondió.

¿Por qué?

Vos sabés por qué...

No hay otra pibe, sos vos o nadie.

A Rossini le temblaron las piernas. El corazón se le aceleró.

Está bien, está bien. Soy un profesional.

Durante esas 48 horas, Rossini no durmió, no comió ni quiso ver a nadie. El día del partido, para que no lo reconocieran, fue a la cancha con un gorro marinero, unos lentes de su hermana y un poncho coscoíno que le había regalado su tío. La idea dio resultado: todos lo miraban, pero nadie lo reconoció.

Cuando subió a la cabina y se quitó lo accesorios, quedó expuesto ante las dos hinchadas: a la izquierda los cueveros, a la derecha los rojos.

¡¡¡Veeení, veeení, bailá conmigo, que un amigo vas a encontrar, de la mano de Rossini, todos la vuelta vamos a dar!!!”, cantaban los de Firmat. Del otro lado, la parcialidad de Argentino no dejaba de hacer alusión a toda la familia Rossini.

Ni bien la pelota se puso en juego, las hinchadas se olvidaron de él.

Más tranquilo, comenzó a relatar.

Mete un caño fenomenal el Mago Herrera, pisa el área de Firmat, le va pegar, le va pegar... Goooooooooooooooolllll, Goooooooooolll de Arrrrgeeentino, Gooooooooollll de Manuel Herrera. Gol cuevero”.

En cada palabra, en cada grito, Rossini intentaba canalizar la pena y la bronca que su corazón padecía. Ya comenzaba a preguntarse cuánto tiempo soportaría esta situación.

Corner, corner para Firmat. Todo el equipo rojo en el área, viene el tiro desde la derecha, salta Ibarra... travesaño, travesaño. El arco le dice no al empate, no al título albirrojo”.

El primer tiempo terminó 1 a 0 a favor de Argentino. Las hinchadas no paraban de cantar y volvían a recordarlo.

¡¡¡Rossini compadre…!!!”, gritaban de un lado.

¡¡¡Rossini querido, la hinchada está contigo!!!”, le respondían del otro.

Nervioso y fastidiado agarró su silla y la corrió unos metros hacia atrás... Encorvado y cabizbajo permaneció en un rincón de la cabina. Quince minutos más tarde un compañero lo reclamaba:

Dale loco, que salen los equipos a la cancha.

Se está por reiniciar el partido, los jugadores se acomodan en el campo de juego. Parece no haber cambios en ninguno de los dos planteles. Si Firmat quiere ser campeón, tiene que empatar el partido. Comienza el segundo tiempo, toca Ibarra, la juega para Cinalli... Quince minutos de la segunda parte. Un segundo tiempo muy trabado, muy luchado… Casi veinticinco minutos de este segundo tiempo, Argentino sigue al frente en el marcador”.

Promediando los treinta y cinco minutos, Rossini comenzó a sentir un frío que iba subiendo lentamente por sus pies hasta invadir todo su cuerpo. Su cabeza se convirtió en una lluvia de recuerdos, donde todo era rojo y blanco.

Durante dos intensos y eternos minutos la transmisión se vio interrumpida. Rossini no podía hablar.

Esta extraña sensación llegó a su fin cuando Rossini, todavía paralizado, vio a su padre junto a la parcialidad del club de sus amores. En ese instante terminó el shock...

Qué trasmitir ni trasmitir”, comenzó a decir al aire. “Acá hay que alentar”.

Desde la cabina empezó a llamar a su padre:

¡¡¡Traé la bandera viejo, traéla, te digo!!!

Todo el estadio se quedó observando a los Rossini, los cuales saltaban, se abrazaban y cantaban... Tal fue la distracción del público que el árbitro paró el partido porque nadie estaba prestando atención al juego.

Sin saber qué hacer, el juez indicó a las fuerzas del orden que hicieran ingresar a los Rossini al campo de juego. Una vez adentro, los ubicaron junto al banco de suplentes de su amado Firmat.

Totalmente eufóricos, los Rossini no dejaban de cantar y de abrazarse. La escena era tan fuerte y emotiva que ambas parcialidades empezaron a ovacionarlos: “¡¡¡Roooossiiiiiiinisssss, Roooossiiiiiinisssss, Roooossiiiinissss…!!!”

Durante cinco minutos, ambas hinchadas, conmovidas por el cariño de un padre y un hijo, olvidaron su rivalidad.

Finalmente, cuando el árbitro hizo jugar los diez minutos que restaban, Firmat consiguió el empate y logró el campeonato.

Tras el gol, todo volvió a ser como antes.

Cuando el partido terminó, Rossini dio la vuelta olímpica junto a muchos de sus excompañeros y amigos. La hinchada de Argentino no dejaba de insultarlo. Fue la última vez que se lo vio en el pueblo.

Dicen que al día siguiente se marchó muy temprano. No soportaría la indiferencia de medio pueblo. Pese a esto, sus amigos afirman que la verdadera razón fue otra: Rossini le había prometido al padre Ignacio que si Firmat era campeón, él ingresaba al seminario.

Pasaron décadas para que el Rojo volviera a ganar otro campeonato.

A Rossini no se lo vió nunca más por Firmat. Varios aseguran que hace años es el cura párroco de un pueblito de la provincia de Santa Cruz.

 

Periodista/Fuente: Mariano Carreras
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